Furioso, el militar se quitó la capa color índigo que hasta ahora había distinguido su rango.
— No puedo creerlo. ¡Sabían que lo que dijimos era cierto, y aun así nos acusaron, nos persiguieron!
El joven afilaba la punta de una rama gruesa con su navaja.
—No, capitán. Nos acusaron por eso.— y sonrió. Eran todos tan inocentes en ese lugar, y mientras más cerca estuvieran de la Corona, más engañados vivían.
El capitán parpadeó. Le contestó en el tono paternal con que le hablaba normalmente.
— Tú no lo entiendes. Este lugar no es como el tuyo. Debe ser muy difícil de creer para ti, que has viajado mucho y para ti la humanidad es siempre la misma. Pero aquí te equivocas.
— Explíqueme entonces usted lo que acaba de pasar.
Silencio. El joven le entregó la lanza que acababa de improvisar y le dijo:
— Lo más peligroso de este mundo es la verdad, porque es difícil lidiar con ella. Las mentiras son seguras, digeribles, políticamente correctas. Y no importa el tamaño o lo relevante de esa verdad, le temen por el hecho de ser real. Y el temor es algo que nos mueve a todos, absolutamente a todos.
Tomó otra rama y empezó a afilar la punta. Iban a necesitarlas.